jueves, 25 de octubre de 2012

Dignificación.

La dignidad es esa parte intrínseca de la persona, esa que nadie debe tocar, que debe pertenecer solo a un dueño, y es con lo que más egoísmo tenemos que mostrar. Es ese aspecto que marca el hecho de que camines con la cabeza erguida delante de alguien o algo, o que te arrastres como un perro detrás de un amo que se acuerda de ti cuándo le haces falta.
Puede ser la mayor defensa de una persona (lo es, siempre, o en la mayoría de las veces), o la mayor debilidad. Sobre todo si la persona que la traspasa es inteligente y sabe qué hacer con ese poder.
Y a veces, por mucho que uno no quiera, esa barrera se rompe, a veces con una vulnerabilidad tal por parte de la persona que se resguarda en ella, que hace gracia. 
Cuando esto ocurre, a la persona sin dignidad le quedan dos opciones, únicas (aunque se nos ocurran mil, siempre acaban siendo únicas) que es correr, esconderse, huir o arrastrarse hasta cansarse.
Por desgracia, nos resulta mucho más fácil arrastrarnos, y eso hacemos, en un porcentaje elevado (no quiero dar números exactos, porque me equivocaría) de los casos.
Pero llega un momento en el que el subordinado se insubordina. La oración deja de ser de 2ª mano y se eleva única y envuelta en oro, en una simple maestra, sola, pero libre. No hay nada de lo que dependa, ya no es una entidad que subsiste por y para otra, sino que ella misma ahora es una frase, con entidad, con vida, (re)dignificada.
El problema, el gran problema, es que no sabemos si en algún momento alguien decidirá tomar el escrito, cambiarlo, y volver a hacerla subordinada.
Pobre oración, pobre alma escudada y sin dignidad.


No hay comentarios: