miércoles, 23 de enero de 2013

Volviéndome loco.

Hace unas semanas que mi vida está del revés. Semanas que podían pasar lento o despacio, como en el resto del año, pero que decidían pasar infinitamente despacio, no sé si con motivo de buscar en mí un castigo que haya buscado por algo (aunque tengo demasiados pecados que confesar, muchos de los cuales debieran o debiesen ser castigados, sin duda) o por el simple placer de escuchar de mis labios: "Corred, pasad, hacedme olvidar".
El caso es que fueron semanas asquerosas, bonitas, odiosas, perfectas. Semanas lógicas y de cordura inexistente a la vez, semanas con dos lunes, y tres, y sin ningún viernes o sábado. Semanas que se quedaron dentro de mí, y se quedarán si nadie lo remedia dentro de mí por y para siempre.
Y claro, yo me volvía loco.
Por mi cabeza pasaban muchas cosas, muchas palabras, muchos sentimientos, mucho cariño, mucho miedo, mucho odio, mucho dolor, mucha alegría, muchos latidos que latían por nadie. Incongruencias de lo más brutal, árboles que nacían de las llamas, y llamas que flotaban en el mar. El cielo era gris aún cuando había sol, y a veces la lluvia le arrancaba fogonazos de luz que iluminaban mi cara por las mañanas. Las canciones se me atragantaban como nunca, y yo procuraba ocupar mi mente con alguna otra cosa, pero era difícil. Mi voz sonaba mejor que nunca, porque cantaba para alguien, pero mis letras eran negras unos días, blancas otros, gama intermedia de grises siempre.
En mi cabeza habitaban ideas, disculpas (que a veces me hacían pensar si no estaría perdiendo realmente la cabeza), y convirtiendo mi cuerpo, mis sentidos, en una tétrica balanza en la que el punto medio era imposible de alcanzar, y lo peor de todo, era que yo lo sabía.
Se invirtieron mis neuronas, mis ideas, mis pensamientos, hoy que es lunes. Hoy, en cambio, martes, volvían a ser como anteayer, domingo. La pausa no existía, y en el epicentro de todo, siempre lo mismo, siempre las mismas palabras, siempre los mismos sentimientos, siempre el mismo cariño, siempre el mismo miedo, siempre el mismo odio, siempre el mismo dolor, siempre la misma alegría, siempre los mismos latidos que latían por nadie.
Navegué en mares con olas que me triplicaban en altura (algo que tampoco es muy difícil), solo, en busca de la tierra prometida, de un punto en medio del mar de náufragos en el que me hallaba, con fondo cadavérico y cielo inalcanzable.
Me volví loco.
Mis neuronas albergaron todos los sentimientos del mundo a la vez, y mis canciones solían terminar en cuatro o cinco lágrimas, porque nunca he sido, por desgracia, de lágrima fácil, con lo que ayuda a calmarse eso.
Y yo contra el mundo, aunque suene ridículo, o parece que peque de modestia (que así es, pero no ahora mismo), luchaba por levantar la bandera de mi vida.
El tiempo pasa, y nada es lo mismo, ni siquiera prometerme que todo sería lo mismo ha servido para que lo sea.
Y aquí estoy yo, aprendiendo a sanar, sin la menor idea de como sanarme. Luchando por algo que no busqué y me encontré, con más lágrimas contenidas que sonrisas por dibujar, con más latidos acelerados e hipertensivos que relajados. Volviéndome loco, con una cordura lúcida, eso sí, para seguir convirtiéndome en el médico que no se sabe sanar.



jueves, 17 de enero de 2013

Nada.

No soy nada, ni nada fui. Nada más que aire, un juego, un sueño. Nada. Nada que quede para siempre, simplemente soy nada. Absoluto vacío. Sin límites. Nada, tras nada. Un blanco impermeable que no deja escapar nada, porque nada guarda, porque nada es. Nada, no soy nada, ni nada fui.
Nada.