jueves, 30 de agosto de 2012

Electrizante.

El agua que cubría mi pecho, dejándolo húmedo y frío a partes iguales, fue parte de la conexión.
Los cables salieron de él venían hacia mí, eléctricos en esencia, pura electricidad, luz, y calor, y fuego.
La intensidad me cegó por un instante, y entonces pensé que todo había pasado, pero todavía quedaba mucho por ver, por sentir, por vivir.
La corriente me llenó de golpe. El impacto mató muchas de mis células, me dejó sin habla y al tiempo secó mi boca, y mi respiración se hizo difícil, lenta, pobre. Recorrió cada fibra de mi ser, cada partícula, y cada átomo. Electrizó mi ADN, mi ser, toda mi persona, y fue poco a poco perdiendo intensidad debido a la resistencia intrínseca de mi cuerpo.
Pero antes de extinguirse, de volverse el fénix ceniza, de apagar la llama de un soplido, encontró alojamiento gratuito. Sin daños, "comensalismo".
Se quedó en el milésimo espacio entre el endocardio y el miocardio, y revolucionó toda célula sensible a la corriente. Un maremágnum de iones sodio, calcio y potasio trastornó mi ritmo sinusal, y el nodo perdió todo sentido, porque ya no dirigía nada con su batuta magistral. El músculo se contraía y se distendía con una rapidez brutal, y los chorros de sangre golpeaban arañando suavemente las túnicas de los grandes vasos y también de las paredes auriculares. Los latidos se multiplicaron con la frecuencia, y mi volumen minuto aumentó desmesuradamente.
Pero nada dolía.
Pues en cada arañazo, en cada golpe, un suave silencio blanco y puro calmaba todo dolor, la analgesia definitiva.
Me conservó y permitió que todo eso viviera en mí.
Pero no dejó de ser una experiencia electrizante.