sábado, 9 de junio de 2012

Volar sin alas.

Llegó del trabajo como siempre, más tarde de lo debido, un viernes. Ante ella, todo el fin de semana. Un conjunto de dos días que se pasaban sin más, vacíos, huecos, y que eran meros hilos que unían un viernes final con un lunes inicial.
Tampoco importaba demasiado.
En cuanto abrió la puerta del apartamento, se quitó los zapatos para aliviar sus pies, cansados de todo un día de ajetreos. Y ella, cansada de toda una vida de ajetreos.
Sentada en el sofá del salón mientras veía nada en la televisión, se frotó con cuidado los dedos y el talón, masajeando con cariño las zonas más magulladas.
Al cabo de un cuarto de hora, se dirigió al cuarto, donde se desnudó quedándose en ropa interior, y se cubrió con el albornoz que María había dejado doblado y planchado, mullido, encima del cobertor de la cama.
Se fue al baño, llenó la bañera, y encendió la minicadena que estaba empantanada en una de las repisas que se llenaban con botellas de gel, champú, y pequeños tarros decorados que contenían sales de baño.
Vertió en el agua algunas sales y algo de champú y gel para hacer espuma, y dejando el albornoz colgado, y la ropa interior recogida en el cesto de la ropa, se sumergió en la bañera, cubriéndose hasta el cuello. Y allí permaneció largo rato escuchando el relajante vaivén de la música clásica que salía de la minicadena, oliendo los perfumes que despedían las sales y los jabones.
Cuando sintió que había llegado el momento, levantó un pie ágil y fuerte, dando un golpe sobre la repisa que mantenía la minicadena, cayendo ésta al líquido, y provocándole una sensación mezcla de infinito dolor y placer, como la intensidad de una cruel embestida, o el momento de parir de una mujer.

Y entre agua, jabón, música y soledad, esperó impaciente a que alguien le cerrara los ojos, para dejar ya por fin de ver el mundo que tanto la había esclavizado, y del cual su alma ya se alejaba, libre, volando hacia un firmamento que ni ella conocía.