sábado, 12 de febrero de 2011

Una lección por aprender

6 de junio de 2009

Dicen que fue el calor, que aquella tarde de verano enloqueció, que un agosto cualquiera del año que nunca existió fue lo que hizo que su tensión se disparase y se zambullera en aquella charca tan llena de recuerdos, tan llena de historias.
Historias que lo aprisionaban, desde la más típica y retrógrada Historia Universal, que cuentan los que saben, los historiadores, aquella en la que Napoleón y Waterloo se pegan un garbeo de tres pares de cojones por las páginas de los libros, y en los que los Reyes Santos condicionaron la cultura de mucha gente a cambio de uniformidad, hasta la historia más reciente, la que vivió mañana, la que pensó después, en medio de un atardecer que no quería retardarse para mostrarse a la otra persona de las antípodas.
Y las historias, y las Historias, lo aprisionaban, eran dagas salvajes cuyo objetivo final e inicial, era coser a navajazos. Menudas hijas de puta…
Lo peor era que no tenía defensa. Que estaba desnudo, que sangraba, y que caía, se desangraba, tiñendo de bermellón las aguas puras y cristalinas, en apariencia, de la charca.
Los más cuerdos, los menos poetas, los más rectos, los menos confidentes, los menos románticos, los más atrevidos, preguntarán: ¿Por qué no gritó?
A lo que yo respondo: “Porque el amor lo enmudeció”
Sí, eso es, lo que pensáis es cierto. Murió por amor, y por las Historias y las historias que nunca ayudaron a que pudiese hablar de amor.
Lo que hizo del pulso su piel, fueron aquellas dagas, todo se mezcló en la destrucción de su cuerpo. Y ahora se pasea por este Mundo, vagando, encontrando corazones, y hospedándose en ellos.
Pero para lo bueno y para lo malo.
Para desear y para matar.
Para construir y destruir.
Para llevarse más vida.


Vale, es suficiente, para mañana los ejercicios 2 y 3 de la hoja de cinemática