sábado, 12 de febrero de 2011

Café amargo

19 de mayo de 2009

Dejó que la música investigara por él, que fuese su guía, como lo es el can labrador del ciego de los caminos de la vida.
Pobre perro y pobre ciego.
Pobre ciego por no poder ver, y pobre perro porque nunca verá otra cosa que lo que puedan ver sus ojos, nunca más allá, siempre con un destino fijo.
En ese sentido, el ciego es más libre, porque no puede mirar el mundo que nos rodea, pero sí puede ver alegrías rotas por carcajadas o llantos acompañados de suspiros.
Y eso lo hace sin mirar.
Y la música investigó. Profundizó.
Años mas tarde, cuando se levanto una mañana fría y soleada, típica de los caramelos dulces y breves que nos regala Enero en el hemisferio norte, apagó el despertador de un manotazo.
En esos momentos prefería que la música no profundizara, ni le acompañara.
Se tomó un café sólo, aunque lo odiaba. Amargura. Y más amargura que llegaba desde el altavoz incorporado de su teléfono, aunque para funcionar necesitase llevar conectados los auriculares.
Ya no escuchaba música. Aquello le producía dolor de cabeza.
Prefería privarse de unos momentos de relax antes que vivir refugiado en ellos por el resto del día.
¡Y encima le tocaba guardia!
Parecía que todo estaba en su contra. Miró el reloj de la cocina y el resto del día vivió atrapado en los cinco minutos de retraso que marcaba.
Llegó a casa. Y pudo descansar.
Otro día más en el que el mundo parecía gritarle que despertara, pero a él, pobre, le parecía un canto fantasmagórico que prefería no escuchar.
¿Amargura? No, el café amargo de siempre no era sinónimo de amargura.